Por Alejandro Urueña y María S. Taboada
Magíster en Inteligencia Artificial./ Lingüista y Mg. en Psicología Social. Profesora Titular de Lingüística General I y Política y Planificación Lingüísticas de la Fac. de Filosofía y Letras de la UNT.
El título de este artículo parafrasea el de un texto poético de 1963 de Raúl Araóz Anzoátegui, poeta salteño, que se denomina: “Rodeados vamos de rocío”. El mundo ha cambiado notablemente desde entonces, en particular gracias al avance tecnológico. Internet, la web y la IA han transformado nuestra relación con el mundo, nuestras formas de pensar, sentir y actuar y nuestros vínculos sociales. El cambio se desarrolla hoy a una velocidad que ya no se puede medir en años, ni siquiera en meses; puede ocurrir en días. Pensemos que desde que el Chat GPT se abrió al uso público, han pasado tan sólo dos años y hoy se han multiplicado y siguen multiplicándose tecnologías del mismo rango o superadoras.
Por eso, cada fin de año es un desafío en la conquista de mercados para las empresas de IA. Un mercado tecnológico que, para llegar a los usuarios, requiere de un poderoso aparato discursivo que asegure la masividad. No se trata sólo de hacer, sino de construir un relato que magnifique y fetichice lo hecho (le dé un poder mágico). En otras palabras, se trata de construir nuevos mitos. Todo mito intenta proponer una narración como una realidad incuestionable.
Si antes los fines de año eran caldo de cultivo propicio para las narrativas del “fin del mundo y de todos los tiempos”, hoy las tecnológicas han resignificado ese momento de incertidumbres y esperanzas en un relato –con visos igualmente míticos– de “comienzos de un nuevo mundo/cosmos y de todos los tiempos”. Desde una elaborada estrategia de marketing discursivo digital construyen vacíos –valga la paradoja– en relación a la validez de nuestras experiencias analógicas, de nuestra historia y condición como humanidad, y preanuncian un paraíso donde ya no tendremos que hacer, pensar ni sentir nada inquietante porque todo será hecho por “agentes de IA”, productos avanzados de la computación cuántica, que pueden trabajar/actuar colaborativamente para la realización y resolución de todo tipo de tareas y problemas, aún los más complejos. Ya no tendremos siquiera que interrogarnos sobre nada porque todo estará “lleno”, decidido y realizado por estos “humanos sintéticos”. No es casual que en un interesante informe de Globant, uno de los apartados lleve el título de “Humanos sintéticos. Borrando la línea que divide la ficción y la realidad en la interacción digital.”
El caso de Google con sus lanzamientos más recientes, como Géminis 2.0, Mariner y Astra, ilustra esta estrategia a la perfección. Cada uno de estos agentes promete revolucionar la experiencia digital, saltando el cerco que divide la frontera entre máquinas y humanidad. Cuando Géminis 2.0 ofrece “recordar” tus preferencias o Astra asume roles de asistencia personalizada, se enmascara una sofisticada reestructuración del vínculo humano-tecnología. Estas innovaciones no solo ejecutan tareas, sino que construyen narrativas que redibujan el mapa de nuestra dependencia: lo que antes era una herramienta funcional ahora se presenta como un interlocutor, un confidente que, curiosamente, sirve a los intereses de gigantes tecnológicos en un ecosistema altamente controlado. ¿Qué significa este cambio en nuestras prácticas digitales y en nuestra percepción de lo humano?.
La estrategia discursiva consiste no sólo en vendernos una ficción, sobre la base de avances reales y concretos, sino de sustituir el rol de herramienta de la IA e instituirla como un par “humano” en el que podemos delegar casi todo. Con ese fin se trastoca la condición de tecnología de las máquinas, apelando al empleo de términos que representan dimensiones vinculares, afectivas y subjetivas propias de lo humano. Los “sintéticos” pasan a ser “nuestros amigos” porque “se les puede personalizar con más de 100 rasgos para que repliquen el comportamiento humano, incluyendo la memoria a largo plazo, la visión y la audición”. No es casual ni inocente la designación de humanos sintéticos: una “perfecta síntesis del humano”, de todas sus complejas dimensiones. Reduccionismo éste que tiene un claro objetivo económico: “Los humanos sintéticos serán tus amigos digitales en el ecosistema digital. Un amigo con el que querrás hablar una y otra vez, que te entiende, que no te juzga, con el que no te aburres y en el que puedes confiar. Estos humanos sintéticos (que representan a las empresas) serán tus amigos digitales en todo tipo de experiencias con todas las empresas con las que trates”. Se trata entonces de convencernos de que actuar con avatars que nos complacen en todo es el preanuncio de “un mundo feliz”, en el que las empresas -en este caso– nos comprenderán absolutamente como un dios benévolo y bondadoso (de ahí que, en el informe citado, sea recurrente la palabra “empatía” en relación a estas IAs). ¿Cuál es el fin de esta complacencia? Convencernos de que los aspectos centrales de nuestra condición de sapiens son un problema: nuestras capacidades de interrogar, de disentir, de debatir, de replantear, en suma de pensar y transformar el mundo y a nosotros mismos, constituyen un obstáculo que hay que anular. Vale decir –de paso– que, sin esas capacidades, la IA no existiría. Se descubre, detrás de estos relatos, la intención de domesticarnos, colonizar nuestra psiquis para interponerse en nuestra percepción del mundo o desmentirla (A. Quiroga, 1998). Por eso, otro recurso discursivo recurrente es apelar a la forma de enunciación: “imagina/ imaginemos” y desplegar a partir de allí un relato ficcional similar al de los cuentos infantiles: “había una vez”, pero proyectado a un difuso presente/futuro. ¿En qué quedamos: existe lo que nos proponen imaginar o es una ficción? ¿Es ciencia ficción de la mano de “autores” con un poder político económico que aquella no tiene? ¿Para qué?
No se puede negar el rol clave de una IA que genere equipos digitales que puedan abordar tareas correlacionadas para potenciar nuestro trabajo y creatividad. Pero el discurso mítico cosmogónico que las empresas construyen sobre ese desarrollo tecnológico va en otra dirección, tal vez la contraria: convertirnos en avatars al servicio de un poderío político-económico planetario inexpugnable, porque apunta a captar y devorar nuestras capacidades de ver, problematizar y transformar el mundo colectiva y solidariamente. Qué ironía, ¿no? La tecnología que debía empoderarnos resulta ser la mejor herramienta para asegurarse de que nunca volvamos a cuestionar nada… El problema para las empresas es que los humanos de este lado de la frontera, nosotros, nos “actualizamos” permanentemente. ¿Podrán alcanzarnos los sintéticos del otro lado?